La deshonra de la colina

En los años sesenta, un grupo de artistas osó sacudir a la mojigata Bogotá. Por primera vez, artistas homosexuales se convirtieron en los grandes anfitriones de una tertulia que parecía no tener fin.

En una foto en blanco y negro un grupo de personas le practica una cesárea a Ilva Rash, primera esposa de Alejandro Obregón. Armando Villegas sostiene al neonato por los pies, al tiempo que Eduardo Ramírez Villamizar y Enrique Grau trincan a la madre mientras le hacen una falsa sutura (foto 1). En otra foto, trece amigos, entre ellos Rafael Moure, Edgar Negret, Germán Vargas, Enrique Grau y Hernán Díaz recrean La última cena. En el centro no está Cristo, sino el librero catalán Luis Vicens, las manos extendidas sobre una mesa donde no hay pan ni vino sino ron y Coca-Cola.

Estas imágenes son retazos del álbum de uno de los círculos de artistas e intelectuales más influyente y polémico de la segunda mitad del siglo XX en Colombia. Algunas de estas fueron tomadas entre los años sesenta y setenta, en los apartamentos de Enrique Grau, Hernán Díaz y Eduardo Ramírez Villamizar, por entonces no solo pioneros de un nuevo lenguaje en el arte sino también de un barrio en decadencia en las faldas de los cerros de Bogotá.

“Fue una cuadra premonitoria”, dice Guillermo Angulo refiriéndose al escaso tramo de la calle 26 entre carreras Quinta y Cuarta, en el barrio Independencia, donde en una hilera de apenas cinco edificios diseñados en serie por el suizo Paul Studer vivieron, al tiempo, la escultora Beatriz Daza, el arquitecto Rogelio Salmona, el crítico Hernando Valencia Goelkel, el fotógrafo Hernán Díaz y el pintor Enrique Grau.

Estos dos últimos convirtieron rápidamente sus apartamentos en el epicentro de fiestas de cuatro pisos y puertas abiertas donde la única regla era gozar sin límites y sin prejuicios. Igual sonaba un porro o una cumbia que The Beatles o Puccini y las carcajadas retumbaban, estremeciendo los barrios más mozos y más planos. A las fiestas llegaba la bailarina Delia Zapata (a veces con su tropa), el director de teatro Enrique Buenaventura, la cantante Leonor González Mina, los poetas Eduardo Cote Lamus y Amilkar-U, la actriz Betty Rolando, la osada modelo Dora Franco y una lista de nombres ilustres tan larga que solo citándolos se llenaría esta página.

La curiosidad de quienes no frecuentaban esos festines daba pie para rumores escandalosos de que allí se vivía una débauche permanente. A oídas era fácil tener esa impresión, pues las veladas empezaban en la tarde y terminaban en la madrugada con hombres y mujeres disfrazados, caras pintorreteadas y, casi siempre, con un tufo insecticida. Un día aparecía, de pronto, Hernán Diaz envuelto en una sábana declamando como si fuera Berta Singerman, al otro Grau disfrazado con sombrero, plumas y delineador en los ojos haciendo un performance destemplado de Renata Tebaldi, su soprano favorita. Otra vez, asegura una de sus amigas, hasta un tapete le sirvió de capa.

Quien haga un repaso de la obra de estos artistas —sus bocetos, sus cuadros, sus esculturas, sus películas, sus fotografías— entenderá que estas fiestas fueron mucho menos anodinas de lo que pudieron parecer a primera vista. Ellas fueron el pretexto y el telón de fondo que alentó discusiones, promovió nuevas ideas y estableció vínculos sociales, elementos todos claves para darle forma a un movimiento artístico que, sin que sus protagonistas lo supieran entonces, dejó una huella indeleble en la historia cultural de esas dos décadas en el país.

Pero la alharaca reñía con la personalidad taciturna de una Bogotá seria y gris en exceso. De ahí que esa cuadra sin horario para la bullaranga y el alcohol fuera bautizada como La Colina de la deshonra. El mote fue tomado del cartel traducido de la película The Hill de Sidney Lumet que se estrenó en 1966 en los teatros del centro de la ciudad. Para unos evocaba simplemente la pronunciada pendiente (mecánicos de overol grasiento iban allí a probar los motores de los carros recién reparados), para otros encerraba una censura al desenfado con el que vivían la sexualidad, y otros aseguran que allí hacían apuestas y el perdedor debía subir la cuesta desnudo. Las tres tienen algo de cierto.

La novedosa libertad que pregonaban con su arte no era un discurso sino una práctica cotidiana. Algunos de los artistas y habitués de La Colina, por ejemplo, eran abiertamente homosexuales, otros lo disimulaban sin mucha gana, y los que no eran, les importaba poco quién era y quién no, lo cual era insólito en la pacata Bogotá de aquel entonces. A las fiestas de La Colina llegaban las mujeres solas y se regresaban igual, contrariando las reglas que aplicaban a una dama. En el ropero tenían medias negras como las de Feliza Bursztyn y usaban capules al estilo Marta Traba (un corte importado de París). Bailaban solas y se sentían con derecho a opinar en conversaciones que no fueran de costura o crianza de niños. “No había tabúes y cada quien llevaba la vida que le gustaba y con quien quería”, dice Susie Linares, quien frecuentaba estas fiestas con su esposo, el periodista Germán Vargas.

“Aunque el apodo de la Colina de la deshonra era una simple exageración por lo empinado de la cuesta, los vecinos no intelectuales acabaron usándolo como una especie de castigo social contra sus habitantes que lo aceptaron con humor y lo usaron con naturalidad”, explica el fotógrafo Angulo en un obituario que escribió a la muerte de Hernán Díaz. Díaz era desafiante tanto por vivir con su compañero Rafael Moure como por hacer el primer desnudo que se publicó en un libro en Colombia; el de Fanny Mickey en La vida pública del poeta Arturo Camacho Ramírez.

Los tiempos eran propicios para darle la vuelta a ciertas costumbres. En 1958 las mujeres votaron por primera vez. En 1962 se levantó el “estado de sitio” que había regido durante trece años, incluidos cinco años de gobierno militar. Y en 1973 el gobierno de López Michelsen sacó a los curas y a las monjas de los colegios públicos y dio vía libre al divorcio (cuando alguien protestó, López dijo con humor: “Debo aclarar que el divorcio no va a ser obligatorio”). La unión libre empezaba a ser reconocida como una opción de convivencia en pareja.

Otro elemento que pocos reconocían entonces, pero que contribuía al estigma de La Colina, era cierta prevención “cachaca” hacia el forastero. “La provincia llegó y armó el alboroto”, dice Linares. En efecto, una buena parte de este grupo venía de lejos y cada uno había traído algo consigo. Estaba el desparpajo caribeño con Grau y las visitas de sus compadres del Grupo de Barranquilla como Alejandro Obregón, el “Nene” Cepeda y Cecilia Porras. El antropólogo Alvaro Chávez, los escultores Beatriz Daza y Ramirez Villamizar, y el director de teatro Germán Moure eran santandereanos (curiosamente todos de Pamplona) y Hernán Díaz era tolimense. Eran también forasteros en otro sentido: casi todos habían vivido por fuera, en grandes ciudades, y habían visto un mundo más allá de lo que dejaban ver los brumosos cerros bogotanos.

Grau, el alma de la fiesta

“Grau tenía un amor infinito por la vida. De cualquier cosa armaba una fiesta”, recuerda Inés Chávez, quien en ocasiones acompañaba a Álvaro, su hermano mayor, a estos encuentros. “Vente a una fiesta esta noche” fue la muletilla con la que Grau hizo de su apartamento, el segundo subiendo la colina, el epicentro de la fiesta. “Grau siempre invitaba en petit comité pero el timbre nunca paraba de sonar”, recuerda Susie Linares. “Una vez ni pudimos entrar por la cantidad de gente que había”, dice. Desde el apartamento de Grau la fiesta se extendía hasta los apartamentos vecinos. La gente brincaba al apartamento de Díaz, siguiendo los mismos atajos que usaban los 16 gatos que sumaban entre todos los vecinos.

“Dónde Grau entraba el que quisiera. Eso vivía lleno de gente que ni él conocía”, dice Chávez y recuerda que incluso una vez, en medio de una fiesta, subieron al estudio de Grau —un cucurucho de vidrio en el último piso— y un par de desconocidos estaban bajando por la ventana algunos de sus cuadros. Entre tanta muchedumbre había lugar para maleantes refinados pero también para ilustres sorpresas. Una vez, un comensal recuerda haber visto hundido en la esquina de un sofá a un hombre menudo y con un bigote tenue, que, un tanto ensimismado, seguía con los ojos el desarrollo de la parranda. “¿Y ese tipo quién es?”, le preguntó al anfitrión. “Ven y te lo presento”, respondió Grau: “se llama José Luis Cuevas” (el famoso pintor y escultor mexicano).

“Lo rico de esas fiestas era que había una gran curiosidad intelectual sin que ninguno posara de intelectual”, dice Henry Laguado, amigo íntimo de Grau y hoy director del Festival de Cine de Bogotá. Laguado resalta los dotes de buen anfitrión de Grau que hacían posible ver a la primera dama Cecilia Caballero de López o al industrial Julio Mario Santo Domingo codo a codo con un nadaista revoltoso que nunca pisaría el Jockey Club. “Todo el mundo se sentía en casa”, dice.

Grau era un maestro desarmando inhibiciones. Con su locuacidad hipnótica y algunas argucias de utilero, en minutos transformaba una escuálida reu-nión en un carnaval. De baúles y estantes sacaba pelucas, tules y sombreros que de día le servían para vestir a sus modelos y de noche para disfrazar a sus amigos. Las colecciones lo perseguían: había heredado de su papá 125 bastones que se repartió con su hermano y acumulaba pesebres de barro y figuras religiosas y muñones de santos que le servían para hacer sus parodias de Santa Rosa de Lima.

“Pero era más que fiesta —recuerda Angulo—. Se hablaba de cine, libros y a veces se filmaba y se proyectaba”. La casa de Grau era como una versión criolla de The Factory, el mítico estudio de Andy Warhol en Nueva York por el que desfilaron, en estrambóticas fiestas, actores, músicos, pintores, escritores y cineastas. En vez de anfetaminas y sexo, aquí el dopaje era a punta de risa y ron.

La “gentebienización”

Los nuevos habitantes de La Colina fueron los que le dieron el primer sabor de barrio bohemio que hasta hoy conserva esa zona de Bogotá. El vecino Bosque Izquierdo había empezado a poblarse en 1936 sobre un diseño del arquitecto vienés Karl Brunner pero todo se frenó después del “Bogotazo”. La zona quedó atenazada entre las cenizas del Centro y La Perseverancia, el barrio obrero y beligerante de donde salieron las hordas enfurecidas, machete en mano, a vengar la muerte de Gaitán.

Pero para el clic de La Colina era un lugar conveniente: además de ser un barrio barato y sin pretensiones, estaba a tiro de piedra de El Cisne, la cafetería intelectual de la época donde se almorzaba espaguetis y se tomaba tinto; de los teatros del centro y del cine club que quedaba en los bajos del edificio de Radio Sutatenza, en donde se proyectaban hasta derretirse las películas de la Nouvelle Vague francesa y el Free Cinema inglés, que tanto los influenciaron.

Poco a poco el radio de influencia fue creciendo. A la vuelta llegaron a vivir, entre otros, los pintores Luis Caballero y Dario Morales. También Dario Vallejo, cuya muerte de sida —una de las primeras reconocidas en Colombia— fue narrada en detalle por su hermano, Fernando Vallejo, en El Desbarrancadero. La recién fundada Escuela de Artes de la vecina Universidad de los Andes aportó también inquilinos inquietos al floreciente barrio.

Paradójicamente el renacimiento del barrio fue el que expulsó a algunos de los inquilinos que lo refundaron. A principios de los años setenta, la vista desde las ventanas de La Colina empezó a cambiar. En el costado sur de la cuadra se empezó a construir un monumental edificio de 19 pisos. Al lado, la casa estilo francés que sirvió de sede a la Sinfónica de Colombia fue demolida para levantar la torre de las oficinas de la aerolínea KLM.

La “gentebienización” del barrio, como lo pone Angulo, se consolidó finalmente con la culminación de las Torres del Parque en 1973. En ese masivo proyecto para clase media, Salmona había logrado crear un modelo de integración urbana. Inauguradas las torres, Salmona le dijo adiós a sus vecinos y se pasó al otro lado de la avenida Quinta.

Un poco antes, el corazón de La Colina ya se había empezado a disolver. Sin quererlo, la primera en irse fue Beatriz Daza, quien murió en 1968 en un accidente de carro en Cali. Más tarde Grau viajó a México y luego a Italia buscando nuevos aires y, al parecer, andaba cansado de los recurrentes robos a su taller. Y finalmente Hernán Díaz, agobiado por el tableteo incesante de las nuevas construcciones y el polvo que arruinaba sus negativos y lentes, huyo a un rincón tranquilo. El tiempo había pasado y ya los bulliciosos habitantes de esa legendaria cuadra empezaban a darle la bienvenida al silencio.

 

Lorenzo Morales

publicado por Arcadia